Intervención de erradicación de coca por parte del gobierno regional en Flor de Ucayali.
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La deforestación se acelera en Perú por la proliferación de cultivos y el escaso poder de las comunidades indígenas
Por: Abou Farman*
Las plantaciones ilegales de coca son ahora los mayores impulsores de la deforestación en la Amazonía peruana, destruyendo la selva y aterrorizando a las comunidades indígenas que la habitan. Esto se basa en información muy nueva que hasta ahora no ha entrado en los debates políticos nacionales e internacionales.
Sin embargo, encontrar una solución es cada vez más urgente. La resistencia organizada de las comunidades indígenas muestra una forma de avanzar en la batalla: para combatirla, hay que financiar y formar patrullas indígenas y fomentar la autonomía de las comunidades indígenas.
Otro camino es legalizar la producción de coca en lugar de perseguir a los cultivadores y quemar los cultivos. Al fin y al cabo, los cocaleros han ido a parar al Amazonas precisamente para esconderse de los esfuerzos de erradicación dirigidos por Estados Unidos en el altiplano. Juntos, los guardias indígenas y la legalización ofrecen la mejor solución, pero van en contra de la política estadounidense en la región. Sin embargo, pueden estar bien alineadas con el nuevo gobierno de Pedro Castillo.
Deforestar y plantar coca sin cesar
Cuando Danyluz** recogió a su niña para salir al campo a cultivar su chacra familiar en la comunidad Shipio-Konibo de Flor de Ucayali, nunca pensó que saldría a enfrentar su muerte. Era otra mañana de trabajo en su comunidad, algunos reuniéndose para las rondas de trabajo comunal en el nuevo vivero, otros atendiendo sus chacras familiares o preparando la leña. Era un mes de julio seco y un poco más frío de lo habitual para el Amazonas, y la niebla matutina salía de los campos cubriendo de rocío las matas de piña. Estaba sola con su hija cuando, de repente, dos hombres aparecieron de la densa selva que rodea el perímetro del pueblo y la empujaron violentamente al suelo. Uno de ellos dijo, en español, que había que quitársela de en medio. El otro miró al bebé y decidió no hacerlo. Tenían armas. La golpearon y desaparecieron de nuevo en la espesa selva que rodea la comunidad.
La identidad de los agresores no se ha determinado definitivamente, pero para la comunidad estaba claro de qué se trataba.
"Nos están vigilando. Si quisieran matarla, no lo dudarían", comentó uno de los habitantes de Flor de Ucayali. "Esta fue otra advertencia".
Dirigida a esta pequeña comunidad Shipibo, la advertencia procede de los cocaleros, cultivadores y procesadores de la planta de coca que han convertido Perú en uno de los principales países productores y exportadores de cocaína del mundo.
"El “polvo blanco de la selva" se ha convertido en el principal motor de la deforestación en la Amazonia peruana, aterrorizando a las comunidades indígenas que la habitan"
Financiada por Estados Unidos, la guerra de décadas del gobierno contra las drogas en el altiplano peruano ha empujado a los cocaleros hacia la Amazonia, la mayor reserva de carbono del planeta, y la pandemia ha acelerado ese proceso. Ahora "el polvo blanco de la selva" se ha convertido en el principal motor de la deforestación en la Amazonia peruana, aterrorizando a las comunidades indígenas que la habitan.
Según nuevos datos del Ministerio del Ambiente y de la Gerencia Regional de Gestión Forestal (GERFF), más de 47.000 hectáreas de bosque tropical fueron taladas ilegalmente en el año 2020, solo en la región Ucayali donde se encuentra la comunidad de Flor de Ucayali y donde históricamente ha vivido el pueblo Shipibo Konibo. La gran mayoría de las talas se atribuye a la producción de coca.
"Si se analiza la deforestación, se verá que son todas parcelas pequeñas de unas cinco hectáreas de media, que es la medida característica de la deforestación por cultivo de coca", comenta José Reyes Valera, ingeniero del GERFF. "La deforestación en el Ucayali ya no se debe a grandes proyectos de monocultivo comercial".
Utilizando imágenes de satélite, el GERFF también ha identificado unas 50 pistas de aterrizaje en la selva tropical, a poca distancia de grupos de pequeñas parcelas de deforestación. El impacto medioambiental del narcotráfico -o narcodeforestación- ha sido importante, no sólo en Perú, sino también en América Central y del Sur en general, donde, por ejemplo, se estima que es responsable de una cuarta parte de la pérdida de bosques en Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Ronald Tsoma Suárez Maynas, jefe (Apu Koshi) de la entidad representativa del pueblo Shipibo Konibo, COSHIKOX, afirma que casi todas las 167 comunidades Shipibo del Ucayali se han visto afectadas de una u otra manera por la economía de la coca. Cada una de las siete comunidades que visité a lo largo del río en julio y agosto de 2021 tenía historias de cocaleros, desde la invasión de tierras hasta el reclutamiento de mano de obra, pasando por las amenazas y los sobornos. Según la federación local que representa a las comunidades de la zona (FECONAU), se han ocupado y talado 2.000 hectáreas de bosque sólo dentro de las tierras comunales de Flor de Ucayali.
Pero Flor, como se la llama habitualmente, es una de las pocas comunidades indígenas que luchan, asumiendo un gran riesgo, contra la invasión de los narcotraficantes en sus tierras. Por miedo, por falta de fondos, por una burocracia complicada y por la corrupción, es una de las dos únicas hasta ahora -la otra es Caimito- que han llevado su queja directamente al gobierno, implicando al mismo tiempo a partes del Estado peruano.
A cuatro horas en lancha de la ciudad principal de Pucallpa, la comunidad de Flor de Ucayali se asienta en las orillas aparentemente tranquilas del afluente Utuquinia del Ucayali, un río serpenteante que alimenta el poderoso Amazonas. Ochenta familias viven allí, atemorizadas, desarmadas, enfrentadas a crecientes amenazas e incapaces de moverse libremente dentro de su propio territorio.
Cuando caminamos por el perímetro con la patrulla de la comunidad indígena, nos señalaron nuevos caminos abiertos a través de la espesa selva tropical y nos dijeron que no debíamos continuar porque era peligroso.
Cuando un avión sobrevuela la zona, todo el mundo se detiene para mirar hacia arriba y especular sobre su misión. Antes del ataque a Danyluz, había habido casos aterradores de personas desconocidas que aparecían en medio de la noche, esto en ríos donde tradicionalmente nadie navega en la oscuridad.
Desconocidos se han presentado en la comunidad preguntando específicamente por el jefe de la patrulla comunitaria. Cuando Miguel Guimarães, antiguo secretario de la comunidad y reciente presidente de la FECONAU, denunció las actividades ilegales, recibió amenazas de muerte en su teléfono móvil con fotos de cuerpos desmembrados.
Si las amenazas de los cocaleros están funcionando para sembrar el miedo y evitar que los miembros de la comunidad se aventuren demasiado en su propio territorio, la comunidad está luchando, basándose en años de experiencia de organización indígena.
El río Ucayali, junto al que la comunidad de Shipibo Conibo se ha establecido históricamente |
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Según el ex jefe de Flor, Hicler Rodrigues Guimaraes, la comunidad presentó su caso en repetidas ocasiones durante los últimos años al gobierno regional, con poco efecto. De hecho, en 2018, cuando empezaron a aparecer las primeras parcelas, la policía antinarcóticos llegó y, en lugar de hacer algo al respecto, rápidamente culpó a los comuneros, los miembros de la comunidad, de la siembra ilegal.
Primera denuncia
Sorprendidos, los comuneros rechazaron la acusación y presentaron su primera 'denuncia', o queja oficial, ante la fiscalía regional de Medio Ambiente en junio de 2019. Curiosamente, esa denuncia fue por deforestación y no por narcotráfico. La comunidad en ese momento, como muchas otras ahora mismo, estaba demasiado asustada para hacer una acusación directa de narco.
La oficina dio largas diciendo, como suelen hacer, que no había presupuesto, y luego utilizaron la pandemia como excusa. Después de la presión de los abogados contratados y la federación, la policía ambiental finalmente llegó a Flor en septiembre de 2020.
"Caminaron con 30 de nosotros 11 kilómetros dentro del territorio", dice Hicler, "vieron los campos de coca, los árboles cortados, la deforestación, documentaron todo. Vimos a cuatro personas con mochilas y ellos [los policías] preguntaron: 'ustedes, ¿de dónde son? Y ellos respondieron: 'Huanuco [ubicado arriba en los valles conocidos históricamente por la producción de coca]'. Les dijeron: 'Miren, tienen que salir de aquí, esta es una tierra comunal'. ' La actitud del Estado entonces fue muy de ayudar, de dar esperanza a la comunidad.”
Un mes después, llamaron a Hicler y a su abogada, Linda Vigo Escalante, diciendo que la comunidad no tenía un caso. La razón: no había ningún sospechoso, nadie a quien acusar de un delito. Como presidente de la comunidad, Hicler, que también empezó a recibir amenazas, insistió en el tema. El GERFF emitió un informe en el que se mencionaba la presencia de plantas de coca, pero no tenía autoridad para hacer cumplir la ley. En diciembre, el caso había sido archivado.
"Quizá también se asustaron", comenta Hicler, "o quizá les pagaron. Quién sabe qué pasó". Según Linda Escalante, la abogada, el Estado está facultado para seguir investigando, para encontrar a los responsables. "Fue por falta de preocupación", dijo. "Es realmente el abandono de las comunidades nativas. ¿Cómo van a defenderse? ¿Adónde pueden huir? ¿Al río? ¿Dónde está la justicia en Perú?".
El pasado 1 de julio la marina peruana y la Fiscalía del Estado irrumpieron en Flor sin previo aviso queriendo ir directamente a los campos de coca. La Federación llevó el caso a Lima y presentó sus problemas al gobierno nacional y no al regional. Todavía no hay nada.
El pasado 1 de julio, aparentemente de la nada, la marina peruana y la Fiscalía del Estado irrumpieron en Flor sin previo aviso queriendo ir directamente a los campos de coca. Había helicópteros y armas, y la ausencia del Estado fue sustituida de repente por una aterradora intervención híper-militarizada.
La comunidad tuvo que sentarlos a hablar. Según Miguel Guimaraes, les dijeron: "Así no se entra en tierra ajena, sin llamar a la puerta, simplemente irrumpiendo. Tenéis que decirnos lo que estáis planeando".
La operación, ordenada por la recién reactivada Junta Regional de Control y Vigilancia Forestal, se retrasó un día, ya que finalmente llegaron a un entendimiento con la comunidad y seleccionaron a un miembro de la patrulla para que fuera con la policía a mostrarles los campos de coca a 10 km de profundidad en la selva. Destruyeron uno de los muchos campos existentes, las casitas, las herramientas y los pozos de procesamiento. Luego se fueron.
Guardia indígena
No se detuvo a nadie ni se presentaron cargos. La Policía Medioambiental apareció siete días después, pero no hizo nada, salvo tomar algunas fotos. Todo esto, dice el abogado, es sólo para que puedan hacer su pedazo de "teatrito" y luego olvidarse del asunto.
El ataque a Danyluz se produjo unos días después.
"Llegan, se van", comenta Miguel Guimaraes, "y tenemos que afrontar las consecuencias. Las amenazas se multiplican para nosotros.”
La eficacia de las redadas militarizadas y la voluntad del Estado en todo esto son, como mínimo, dudosas. Por un lado, es la entidad con todo el poder de fuego y la única que puede ejecutar la ley.
Por otro lado, por aquí el Estado es mayormente conocido por su ausencia, la ley es mayormente conocida por su consistente discriminación contra los indígenas, y los gobiernos y organizaciones regionales operan en varias profundidades de corrupción, complicidad y miedo. Esto pone a la comunidad en una posición difícil: ¿cómo puede defenderse? ¿Cuáles son las soluciones a largo plazo?
Reunión entre representantes de la comunidad Shipibo-Conibo, pertenecientes a la entidad COSHIKOX, y la Guardia Indígena de Caimito. Abou Farman. All rights reserved
Estos dilemas han obligado a varias comunidades a aprovechar sus luchas por la autonomía para formar sus propias unidades de defensa indígena o Guardia Indígena. En la comunidad shipibo de Caimito, la Guardia patrulla las lagunas y los ríos, así como el perímetro del territorio para rastrear las actividades ilegales.
En Flor, la Guardia está apostada en las dos entradas de la comunidad, turnándose para vigilar por la noche con las linternas que puedan conseguir. La esperanza es que estas unidades acaben siendo reconocidas por el Estado como una línea de defensa contra la tala ilegal y el tráfico de cocaína, dos problemas que siempre viajan juntos.
"Las naciones indígenas tienen derecho a ser protegidas por su propio pueblo, sobre todo porque la policía ha estado ausente", afirma Ronald Tsoma Suárez, presidente de Cohikox, el órgano de representación de la nación Shipibo.
La esperanza es que estas unidades de defensa indígena acaben siendo reconocidas por el Estado como una línea de defensa contra la tala ilegal y el tráfico de cocaína
La idea no es descabellada, ya que el recién elegido presidente de Perú, Pedro Castillo, ha propuesto la reactivación de la versión andina, las Rondas Campesinas.
No es una solución por sí sola, subraya Suárez. "La guardia es para la protección del territorio y para nuestra seguridad, pero la gente quiere actividad económica. Esto tiene que ir acompañado de un cultivo sostenible".
Otra posibilidad, entonces, es la legalización. Es una posibilidad que flota en el gabinete del presidente Castillo y que es defendida por uno de sus principales aliados, el ex presidente boliviano Evo Morales, pero es casi seguro que encontrará oposición en el congreso peruano, en el ejército y en la política exterior de Estados Unidos, que ha respaldado los esfuerzos de la guerra contra la coca en Perú.
El pasado 1 de julio, aparentemente de la nada, la marina peruana y la Fiscalía del Estado irrumpieron en Flor sin previo aviso queriendo ir directamente a los campos de coca.
Sobre el papel, las políticas peruanas de lucha contra el narcotráfico parecen perfectas. Planificadas por la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (DEVIDA) con ayuda de Estados Unidos, las políticas cubren todas las bases, económicas y sociales, con especial atención a las naciones indígenas.
Guerra contra las drogas
En la práctica, la densidad y la profundidad de la economía de la coca, la interacción entre la legalidad y la ilegalidad, y los intereses más amplios del Estado hacen que la economía política sea complicada y no tenga soluciones fáciles, y menos aún la erradicación, que es la que ha causado el problema en la Amazonia.
Aunque la planta se utiliza con fines medicinales en la selva, la principal zona de comercio de coca ha sido el altiplano y sus valles, que se elevan abruptamente desde la cuenca del Amazonas hasta los Andes. También fue allí donde surgieron las insurgencias izquierdistas -el famoso Sendero Luminoso y el movimiento Tupac Amaru- en los años 80 y 90.
La historia de la erradicación de la coca y la historia de los esfuerzos contrainsurgentes del Estado peruano son inextricables, ya que los grupos insurgentes -llamados terroristas por el Estado- se involucraron en el comercio de la coca. El gobierno peruano impuso el estado de emergencia en el Valle del Alto Huallaga durante 30 años, supuestamente para luchar contra la producción de coca, pero también para combatir a los insurgentes: la libertad de reunión y de movimiento se restringió severamente hasta que finalmente se levantó la ley marcial en 2015.
Esto significa también que las historias mutuas se vinculan a los intereses geopolíticos de Estados Unidos, incluyendo sus propias guerras contra las drogas y el terror -a través de las cuales proporcionó financiación y entrenamiento a la policía peruana, mapeo aéreo y operaciones directas dirigidas por la Agencia Antidrogas (DEA)-, así como su objetivo de reestructurar las economías de América Central y del Sur para facilitar el flujo de capital y la extracción de recursos, lo que USAID denomina Objetivos de Reforma y Desarrollo.
Debido a que el dinero de Estados Unidos para la lucha contra el narcotráfico se extrae de tantos rincones del presupuesto gubernamental, es difícil calcular la totalidad de la aportación financiera del Estado estadounidense.
La GAO logró reunir la mayor parte de esa información hace casi diez años, informando que entre 2006 y 2011, las agencias estadounidenses proporcionaron 5.200 millones de dólares en asistencia antinarcóticos a la región andina, la mayor parte de ellos destinados a Colombia, donde los esfuerzos de contrainsurgencia y antinarcóticos también fueron de la mano.
En 2019, Estados Unidos proporcionó más de 75 millones de dólares en fondos de Asistencia Exterior a Perú, según el Departamento de Estado, para "apoyar las prioridades compartidas por Estados Unidos y Perú, incluyendo la lucha contra la producción y el tráfico de narcóticos".
Los principales esfuerzos de erradicación en Perú hoy en día siguen centrándose en la sierra y los valles en una región llamada VRAEM con proyectos de reducción y erradicación dirigidos por el Departamento de Estado y la DEA.
Pero la erradicación sigue siendo controvertida porque, por un lado, la coca es una planta tradicional y, por otro, su transformación ilegal en cocaína ha proporcionado un medio de vida a muchos cultivadores empobrecidos de los valles, de modo que la erradicación de las plantaciones sigue encontrando una violenta resistencia.
"La guerra contra las drogas en Perú, financiada por Estados Unidos, expulsó a los cultivadores de coca hacia la selva amazónica"
Si en EE.UU. la guerra contra las drogas y la guerra contra el terrorismo aumentaron la vigilancia policial racializada y el encarcelamiento masivo, en Perú los efectos fueron la dispersión de las economías ilícitas hacia regiones menos pobladas y más ocultas. En otras palabras, la guerra contra las drogas en Perú, financiada por Estados Unidos, expulsó a los cultivadores de coca hacia la selva amazónica. El Amazonas fue el lugar donde se escondió la cocaína, y los primeros paquetes aparecieron a mediados de la década de 2000.
Estados Unidos y sus aliados han vinculado la producción ilícita de coca con el terrorismo, pero los objetivos de desarrollo y las economías ilícitas también van de la mano en estas regiones, ya que el capital global se ha volcado cada vez más en las inversiones basadas en la tierra y los recursos -extractivistas-.
Karen McSweeney, que ha publicado importantes informes sobre el tema, ha escrito: "Los gobiernos centroamericanos, deseosos de atraer ese capital extranjero, han hecho retroceder las protecciones de conservación y han promulgado leyes para fomentar la transferencia de tierras, la minería y el desarrollo de infraestructuras en comunidades campesinas, territorios indígenas y áreas protegidas".
Las carreteras necesarias para la infraestructura de extracción atraen a los madereros y traficantes ilegales y la violencia y corrupción asociadas. El capital procedente del comercio ilegal se invierte entonces en nuevas industrias destructivas, como el aceite de palma y el ganado.
Evo Morales, que en vísperas de la toma de posesión de Castillo, el pasado 28 de julio, se dirigió a una asamblea de productores de coca andinos, ha sugerido en repetidas ocasiones que la erradicación de la coca es un aspecto del imperialismo estadounidense, que proporciona una excusa para que los norteamericanos mantengan bases y se inmiscuyan en los asuntos nacionales. Ha presionado a Perú para que libere al país de la presencia de la DEA e incluso de la USAID.
Pandemia, invasiones
Según todos los indicios, la reciente pandemia ha multiplicado drásticamente las invasiones cocaleras, ya que los traficantes se aprovecharon de la disminución de los viajes por el río, el repliegue aún mayor del Estado y la desaceleración económica que cortó los ingresos a los asentamientos río arriba, dejando espacio para que los cocaleros se abalanzaran con sus dólares. Los datos del GERFF muestran que poco después de la entrada en vigor de las políticas peruanas contra la pandemia, la narco-deforestación se disparó.
"Durante el encierro y después, los índices de deforestación impulsados por el cultivo de coca crecieron", confirmó el ingeniero del GERFF José Valera.
Una patrulla de la Guardia Indígena en los alrededores de la comunidad Shipibo de Caimito.
Guardia Indígena de Caimito/Coshikox. All rights reserved
En las regiones de los lagos de Utiquinia e Imiria, donde se encuentra Caimito, los barcos llegan ahora varias veces al día, trayendo trabajadores por la mañana y llevándolos de vuelta por la tarde. En el caserío vecino -los asentamientos mestizos o hispanos se conocen como caseríos por separado de las comunidades indígenas (comunidad nativa)- la bodega, bien equipada, comercia en dólares. En el puerto de Masisea, la ciudad de más rápido desarrollo de la región, el quién es quién de los cocaleros es un secreto a voces.
Al inicio de la pandemia global, Flor de Ucayali y los cinco caseríos río arriba formaron un comité de patrulla fluvial para limitar el ingreso al Utuquinia como una forma de protegerse del COVID-19. El acuerdo consistía en que sólo podían entrar los residentes inscritos en el padrón oficial (el registro de residentes, en el que se anotan el nombre, el nacimiento y los miembros de la familia) de los caseríos y las comunidades.
A los pocos meses, Flor de Ucayali empezó a notar un gran aumento en la entrada de embarcaciones que llevaban a personas no locales. Se acercaron a sus homólogos no indígenas de los caseríos para preguntarles quiénes eran todas esas personas. La respuesta fue que eran nuevos residentes de los caseríos. Cuando pidieron ver los registros correspondientes, o padrones, los caseríos se negaron.
En un caso, cuando preguntaron por la identidad de un desconocido concreto que pretendía entrar, el hombre en cuestión (un hombre de la sierra, según me contaron) habría apartado a uno de los presidentes de los caseríos y, a la vista de todos, le habría entregado 2.000 soles (600 dólares) en efectivo para incorporarlo como residente y dejarle entrar.
Hasta ese momento, los caseríos y las comunidades nativas habían trabajado en cooperación a pesar de sus diferencias. Después de esa reunión, Flor se retiró del comité de patrulla del río y la relación con sus vecinos se ha vuelto tensa y llena de riesgos. Flor ya no permite que los miembros de los caseríos entren libremente porque se sospecha que llevan información a los cocaleros.
"La titulación de tierras en Perú es una parte importante de la ecuación"
Mientras tanto, los caseríos reciben el pago de los cocaleros por los derechos de entrada y uso de la tierra, aunque gran parte de ella no sea suya. Los caseríos -y a veces los traficantes de tierras- llevan a los cocaleros a lo más profundo de la selva y les enseñan dónde pueden trabajar, diciéndoles que esas tierras no son de nadie.
Excepto que lo son.
La titulación de tierras en Perú es en sí misma una parte importante de la ecuación. El análisis de datos de la Amazonia ha demostrado que hay menos deforestación cuando las tierras indígenas están totalmente tituladas. Pero la historia y la política de la titulación es una mezcla. La complicada serie de reclamaciones, leyes y procedimientos ha beneficiado en cierto modo a las reivindicaciones territoriales indígenas, pero a menudo también ha puesto a las comunidades en desventaja.
En lugar de unificar a cada nación indígena bajo su autoridad, las leyes comunales promulgadas en los años 70 otorgaron derechos a las comunidades indígenas individuales pero las aislaron unas de otras, y socavaron una organización más poderosa que pudiera defender y representar al conjunto. Los procedimientos de titulación son increíblemente engorrosos y demasiado costosos para las comunidades pobres en efectivo sin representación legal.
Es más, el régimen neoliberal de Alberto Fujimori de los años 90 afeitó muchos de los derechos más fuertes y, en su lugar, privilegió las políticas extractivistas, dejando a las comunidades indígenas con poca defensa frente a las proclividades desarrollistas y racistas de los gobiernos locales, los tribunales y las unidades de orden público.
Por ejemplo, los cambios constitucionales impuestos por el régimen de Fujimori, que la actual presidencia de Castillo quiere revocar, eliminaron la inalienabilidad de los títulos de propiedad de las tierras indígenas y transfirieron los derechos subterráneos al Estado, abriendo así las puertas a la minería y la exploración petrolera.
Desde entonces, los sectores maderero, petrolero y minero se han aprovechado de las comunidades individuales, con pequeñas dádivas, falsas promesas de desarrollo, documentos falsos e invasiones de tierras, mezclando la actividad legal e ilegal en su propio beneficio. El tráfico de coca ha seguido en su mayoría el camino trazado por estas otras industrias y se ha enredado profundamente con ellas.
Un miembro de la Guardia Indígena de Caimito, en la laguna Imiria |
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En el momento del encuentro de Flor con los cocaleros en 2018, la tierra comunal había sido titulada durante más de 30 años. Pero nunca se habían marcado los límites sobre el terreno ni se habían georreferenciado con un dispositivo GPS, como se exige para la inscripción definitiva en los registros públicos. Era demasiado oneroso desde el punto de vista económico y no se había sentido la necesidad de hacerlo. Nadie vendría a adentrarse en la selva sin una buena razón.
Una vez hecho el mapeo, la comunidad también tiene que marcar físicamente los límites -el linderamiento- contratando a un ingeniero cualificado, movilizando a sus propios miembros con machetes y sierras, y atravesando la selva.
Hacer un camino estrecho alrededor del perímetro de Flor llevó muchos días, con gente durmiendo en la selva durante la noche. Por eso, cuando llegaron los primeros cocaleros, los caseríos pudieron enviarlos fácilmente a territorio indígena y decir que esta tierra no es de nadie.
"El caserío también está jugando", dice Raúl Amaringo, ex presidente de Caimito y su jefe de Guardia Indígena. "Todos están jugando a todos".
"El juego también es este, que cuando intervenimos, algunas personas sí se retiran de sus cocales", dice Lener Guimaraes, vicepresidente de Coshikox y miembro de Flor de Ucayali. "Pero se van vendiendo la parcela a otra persona. Esa persona ya ha pagado por ella, así que empieza el círculo vicioso. Han pagado por ella, así que no se van pacíficamente, sino que empiezan las amenazas".
Así que, en una repetición de la historia, esa "tierra de nadie" acaba siendo la tierra de las comunidades indígenas, que entonces heredan un enorme dolor de cabeza y un riesgo para su existencia.
"La mayoría de las comunidades se han enredado en la ecología política del comercio de la coca"
"He visto comunidades en Colombia, aquí también, colapsar una vez que entra la coca, una vez que ellos mismos se meten en el comercio de la coca, alquilando sus propias parcelas, manejando sus propios cultivos, ganando más poder y cosas", dice Miguel Guimaraes. "No podemos dejar que eso nos ocurra".
En su mayor parte, esto no ha sucedido todavía de forma significativa en las comunidades shipibo-konibo, donde la identidad del clan, el fuerte vínculo con el territorio y la tenencia comunal, más que privada, de la tierra han funcionado como un baluarte contra la venta o el alquiler de parcelas a extraños armados que traen consigo otros perjuicios -aunque muy recientemente se sabe que un par de comunidades más alejadas han comenzado a plantar sus propias parcelas.
"En algunos casos, las propias autoridades comunitarias son cómplices", asegura el presidente de Coshikox, Ronald Suárez Maynas. "Debemos afrontarlo, no podemos intentar tapar el sol con los dedos.”
Si sólo unos pocos han caído en esto, como también señaló Suárez Maynas, la mayoría de las comunidades se han enredado en la ecología política del comercio de la coca, en las relaciones con sus vecinos, en el dinero que ya ha entrado y dejado su impresión en las comunidades locales.
"Los cocaleros vienen por la mañana a reclutar gente", dice Raúl Amaringo, jefe de la Guardia Indígena en Caimito. "Dicen que hay trabajo, que hay trabajo. Sacan algo de dinero, y así la gente va, ¿qué se puede hacer?".
En una economía con poco dinero en efectivo, agitar unos cuantos billetes puede seducir a mucha gente.
"La gente trabajaba duro para pescar y vender o cosechar plátanos, recibiendo 20 soles por saco", me dijo un joven shipibo que ha trabajado en plantaciones de coca. "Ahora cosechas un saco de coca y te pagan 100 soles".
Hace casi tres años, los cocaleros entraron directamente en la asamblea de la comunidad de Caimito y ofrecieron 100.000 soles -una suma enorme para la comunidad- si les dejaban entrar en la tierra. Según los presentes, la comunidad declinó y denunció públicamente el acto.
Esa semana llegaron en plena noche y esta vez entraron directamente a la casa del entonces jefe de Caimito, Juan Carlos Mahua Rango. Mostrando sus armas, recuerda Rango, le amenazaron a él y a su familia, y luego se marcharon.
Narcodeforestación
La comunidad shipibo de Caimito, a orillas del río Tamayo, se asienta en la resplandeciente laguna de Imiria. El gobierno regional ha declarado gran parte de la zona como Área de Conservación Regional (ACR), pero lo ha hecho manipulando las normas de reclamación de tierras nativas. En este caso, el juego entre la legalidad y la ilegalidad, la presencia y la ausencia del Estado, y las luchas por la integridad territorial son sorprendentemente claras.
Unos hombres observan cómo quema una casita durante una intervención de erradicación por parte del gobierno regional |
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El gobierno regional recibe reconocimiento, así como fondos nacionales e internacionales para gestionar el área de conservación (con un presupuesto oficial anual de unos 11 millones de soles), mientras otorga concesiones masivas de tala a las empresas.
"La ‘zona de conservación’ sirve de máscara de compensación para las enormes operaciones de tala legal"
Así se llega a una situación surrealista en la que las comunidades locales, que llevan mucho tiempo salvaguardando y conviviendo con la selva, tienen limitado el uso de los recursos naturales y son multadas si violan esas condiciones, mientras que grandes barcazas con enormes tractores John Deere -maquinaria apodada comebosques, o devoradora de bosques- remontan el río para arrasar la Amazonia tajada a tajada.
En otras palabras, la zona de conservación sirve de máscara de compensación para las enormes operaciones de tala legal.
Al hacer sus rondas, la Guardia de Caimito descubrió una operación de tala ilegal en sus tierras: los enormes troncos de los árboles cortados estaban cubiertos por enredaderas y hojas para evitar su detección. El camión que transportaba los troncos ilegales resultó estar vinculado al municipio, una violación aún más atroz por tener lugar en su propia zona de conservación. Tanto aquí como en otros países, las áreas de conservación, que ya son una especie de espacio excepcional tallado por el Estado, han llegado a albergar actividades ilegales.
En México, por ejemplo, la antropóloga Columba González-Duarte ha documentado el alcance del tráfico ilícito, y la resistencia campesina, dentro de la Reserva de la Biosfera Mariposa Monarca, en Michoacán. La Oficina de Control de Drogas de la ONU informó que casi la mitad de las plantaciones de coca de Colombia en 2020 se encontraban en áreas protegidas como parques nacionales o reservas indígenas.
En el Ucayali, el análisis de los datos del GERFF muestra que el 4% de la deforestación tiene lugar en parques naturales y áreas de conservación supuestamente administradas por el Estado y eso no incluye la deforestación en territorios comunales como Caimito que son parte del área de conservación pero para estos efectos se cuentan por separado. De cualquier manera, es un dato significativo, ya que demuestra la incapacidad del Estado para gestionar sus propios territorios.
O quizás, como afirma Caimito, no es incapacidad sino una complicidad voluntaria. Por ejemplo, el Ministerio de Agricultura también aprobó la venta, por parte de traficantes de tierras, de más de 100 hectáreas de tierras tituladas a los menonitas, que derribaron toda la selva antigua para plantar soja y maíz para su venta comercial.
Nada de esto es una sorpresa para quienes conocen la región: los gobernantes y funcionarios del Ucayali son conocidos históricamente por hacer dinero con la tala de árboles. Y quien dice tala dice coca. Un análisis publicado por el GERFF muestra que más de la mitad de la narcodeforestación tiene lugar en tierras entregadas a grandes empresas como concesiones madereras.
Por eso el Estado y sus operadores se describen frecuentemente con términos como chullachaki o pishtako, monstruos que aparecen y desaparecen de la naturaleza, fingiendo ser algo que no son, para quitarle partes vitales a la gente y a las comunidades.
El Estado es un monstruo que cambia de forma, a veces protector, la mayoría de las veces destructivo, a veces tomando la forma de ONG, otras veces tomando la forma de corporaciones, y siempre encabezado por una hidra de oficinas y ministerios y unidades y normas y leyes.
Nunca está presente hasta que entra para llevarte o multarte; o bien, barre con drones y helicópteros militarizados como si fueran extraterrestres de otro mundo.
Operación de erradicación de cultivos de coca por parte del gobierno regional.
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Donde la presencia policial y militar del Estado ha sido fuerte a lo largo de los años -como en el Valle del Alto Huallaga- ha llevado a que la Policía ejerza "un derecho de despojo", como dice el antropólogo Richard Kernaghan, sacando su tajada mientras practica su teatrito de la ley en forma de detenciones arbitrarias; o más aún, ha llevado en algunos casos a que las propias entidades del Estado se conviertan en conductos principales para el transporte de ilegalidades.
¿Legalización?
Así que el problema no está sólo en la ausencia del Estado. También está en la forma en que se hace presente de repente cuando quiere mostrarse, decidiendo qué leyes aplicar dónde y cuándo. La lejanía de las zonas remotas -que Kernaghan llama el "desierto legal"- sirve al Estado y a las empresas que se sienten obstaculizadas por las regulaciones y los regímenes climáticos globales que vigilan la deforestación y el daño ambiental y la justicia social.
Aunque a la mayoría de las comunidades indígenas no les queda fe para invertir en ninguna solución dirigida por el Estado, algunas de las políticas insinuadas por el nuevo presidente electo parecen alentadoras.
La legalización, por ejeOperación de erradicación de cultivos de coca por parte del gobierno regional | Lener Guimaraes. All rights reservedmplo, puede ser parte de la solución a la narcoforestación y la narcoviolencia en la Amazonia. Si se puede cultivar legalmente en el altiplano, no habrá que abrirse paso a través de la densa selva tropical, poner en peligro la salud y arriesgarse a recibir sanciones por la degradación del medio ambiente. Las guardias indígenas también pueden ser eficaces, sobre todo si están bien equipadas y formadas.
Un helicóptero militar aterriza en Flor de Ucayali.
Miguel Guimaraes. All rights reserved
Un estudio reciente sobre los sistemas de alerta temprana gestionados por las comunidades muestra una reducción de la deforestación en comparación con los lugares en los que el sistema de alerta temprana es gestionado desde lejos por el Estado o las ONG.
La cercanía del presidente Castillo a las Rondas Campesinas, la versión andina de la Guardia Indígena de la Amazonia, hace que algunas comunidades tengan la esperanza de que sus guardias de retazos puedan ser reconocidas legalmente con formación, armas y fondos.
Mientras tanto, su solución más fiable ha sido la autoorganización y la autorregulación. Por eso, para el presidente de Coshikox, Ronald Suárez, la mejor forma de protección es la autoprotección. "Lo más importante es que sigamos organizándonos hacia la plena autonomía territorial", afirma.
Algunos nombres y detalles que aparecen en este artículo han sido modificados para proteger a los implicados Si desea apoyar la lucha de la Guardia Indigena contra la deforestación provocada por la coca, puede hacerlo aquí, a través de un gofundme dirigido por el Shipibo Conibo Center de Nueva York.